Un óptico y una mota de polvo. Relato V
En la finca en la que vivo acompañado de mi gato Misisfú y de mi orondo niño interior, habita en la puerta siete un vecino sin pareja, sin descendencia reconocida y sin mascota a la que sacar a pasear aunque es un buen amante bandido de la astronomía y de lo sideral. Trabajador de lunes a viernes en una óptica del centro de la ciudad, con el paso de los años se ha especializado en detectar presbicias y astigmatismos y ha desarrollado un don especial para elegir las antiparras que el personal necesita. Si el cliente tiene miopía y la cara redondeada, te enseña unas gafas que a primera vista te adelgazan y de paso te eliminan la papada. Si el cliente tiene astigmatismo, en un abrir y cerrar de ojos le empaqueta unas lentes y un par de sustitutas con las que el cliente se ve pintiparado. Si aparece alguien con la vista cansada, mi vecino que es muy servicial, le ofrece el sofá y lee un par de sonetos de Quevedo, le da un pequeño masaje en los ojos y le ofrece unas cómodas lupas a precio de ganga. Y es que mi vecino donde pone el ojo, pone la gafa. Como de todo hay en la viña del señor y todo el mundo sabe que en el país de los ciegos el tuerto es el rey, cada vez que un monarca visita su óptica, regresa a su reino con un graduado monóculo en el ojo que ve y una lentilla de color verde en el que esconde.
Mi vecino está repleto de contradicciones. Es un tipo gris cuando cierra la óptica y anda repleto de colores al abrir la persiana. Pasa de encendido a apagado en cero coma. Como en el trabajo tiene la tendencia a mirar la vida de color de rosa, no soporta las visitas de los daltónicos, son su punto débil. Si uno dice azul, mi vecino dice rojo; y si la otra dice verde, le contesta con un azul. ¡Menudo marrón!
Esta mañana, justo antes de almorzar, ha recibido la visita de una mujer de mediana edad. Vestida elegantemente, alta y delgada como su madre, morená saladá, con un pañuelo en la cabeza y con la correspondiente mascarilla de marras, se ha dirigido directamente al mostrador en el que estaba nuestro óptico. Lo ha mirado con una mirada felina, se ha presentado con el nombre de Lucía y le ha pedido unas gotas para su ojo izquierdo porque una mota de polvo le impedía ver bien. Mi vecino, que de gotas y ojos sabe tanto como yo de gatos y como amante de la astronomía tiene al científico Carl Sagan en un pedestal, se ha apropiado de una frase suya y le ha sugerido al oído: somos una mota de polvo suspendida en un rayo de sol.
Acto seguido y sin perderla de vista, le ha dejado caer una ligera cantidad de suero fisiológico en el ojo izquierdo y ha esperado cortés y estoicamente su reacción. Ella, ha mantenido su mirada felina, le ha escrito su número teléfono en una tarjeta de visita y le ha dicho al oído: Ojos hay, que de legañas se enamoran.
Sí, a veces, el amor a primera vista pasa por delante de ti pero sólo hay que saber mirarlo. ¿De qué color es tu vida?

